miércoles, 18 de noviembre de 2009

Dèjá Vu


Y hasta ese día creyó que vivía
. Mientras se dirigía a su destino después de un duro día intentó evadirse en su pasado para no afrontar todo lo que le había ocurrido, para no hundirse más en el lodo. Sin quererlo, inició otro viaje paralelo al que ya estaba haciendo en ese día gris. Sin pensar en las consecuencias, se adentró en lo que había sido su vida.

En aquel camino, cada zancada marcaba el ritmo de las escenas del guión que iban fundiéndose las unas con las otras en lo más recóndito de su mente. Eran dos mundos: su presente y su pasado.

Un viaje. Una vida. Un paso. Un recuerdo.

En ese momento, su presente sin duda pasó a estar en un segundo plano. En su aletargado paso intentaba hacer un resumen de los que como ahora, antaño habían sido sus pasos. Quiso que toda su vida pasara por delante de sus ojos, como siempre en el cine o en las novelas se mostraba, esperaba recorrer en décimas de segundo sus mejores recuerdos, un flash de las plácidas y bucólicas imágenes, algo que le hiciera pensar, sentir que aunque cayese fulminado en ese mismo momento, le diera fuerzas para sobrevivir, o en el peor de los casos, que en los instantes previos al desenlace final, le hicieran sentirse completo.

Realizado. Feliz.

Pero no fue así. Empezó por recordar las risueñas escenas de sus primeros recuerdos, los de su primera infancia. Había colores.

Juegos. Ilusión. Diversión. Ignorancia.

Pero al seguir avanzando en ese flashback recordó cómo perdió su infantil e innata inocencia. La familia, pilar básico, piedra angular de cualquier sociedad, el más simple y sencillo grupo de personas con un vínculo común que se suponía debía cubrir sus necesidades de protección, seguridad, interrelación y pertenencia fue la que inició su destrucción. Cada día que pasaba veía la exaltación de pasión, aprendió que los sentimientos eran irracionales, pasionales, incontrolables, y aún lo eran más si se mezclaban con otros reactivos, que años más tarde él mismo sintió en sus propias carnes, que creaban casi cada día una mezcla explosiva. Sin duda, esas pasiones eran la inmensa mayoría de los días de las que provocaban morados e hilos de sangre, muebles destrozados, llantos sin consuelo, miradas rotas, inocencias perdidas.

Desarraigo.

Tras esa decepción, igual que en su pasado, igual que en el presente, intentó desviar su atención, dirigir sus pensamientos hacía él mismo, una falsa egolatría que le hiciera desmarcarse de su vida familiar. Poco más podía hacer. Era pequeño.

Vulnerable. Quebrantable. Débil. Dependiente.

En ese periodo le interesó su educación, recordó que se convirtió en su válvula de escape. Llegar a formarse y satisfacer sus ansias de conocimiento. Pero con el tiempo de nuevo vio frustradas sus expectativas a causa de su entorno, y esas fueron las imágenes del guión que a continuación cruzaron su mente. Los niños eran crueles. Creía recordar que el mejor era el más fuerte, el que más alto chutaba, el que mejor ropa vestía, el que más rebelde parecía. Era triste recordar que lo importante era la apariencia, la imagen que él, desgraciadamente no podía, ni quería mantener. Creyó que con su actitud, su afán de conocimiento y formación se “rebelaba” contra los “rebeldes”. Espíritu adolescente. Respecto de la formación, empezó a acordarse cómo los trataban a todos como estúpido ganado, aunque ahora creía que quizás que así era como debían ser considerados, domesticados. Amansados durante todos aquellos años en el colegio, en el instituto, en la facultad, en los que únicamente les enseñaban a pulsar un botón, a repetir una y otra vez una misma respuesta a una pregunta ya concebida. Y siempre, el que se apartaba de la línea era corregido.

Suspendido. Censurado. Prohibido. Mutilado.

No obstante recordó que a pesar de toda esa hipocresía se sintió orgulloso de haberse sacado un título, de tener un papel en el que ponía que tenía (vanos) conocimientos sobre algo. La ilusión pronto desapareció al poner en práctica sus estudios en el mundo laboral. Multitud de flashes abordaban sus memoria: envidias, sueldos miserables, explotación, injusto aprovechamiento, atribución de méritos.

Esfuerzo. Supervivencia. Trabajo. Esclavitud.

Descartados su “familia”, su “educación”, y su “trabajo” del guión de lo que quería que fuera la mejor película de su vida quiso acordarse de su primer y único amor, el auténtico, el puro. El resto solo habían sido intentos por recordar lo que un día sintió. Así, platónicas imágenes recorrían sus retinas, suplantó ese día gris por el primer beso, un romántico atardecer en las montañas de las afueras de la perturbadora ciudad, un apasionado amanecer en la cálida arena de la playa. Pero de nuevo todo se nubló, esas imágenes fueron sustituidas por las semanas de lágrimas y sinsentido, vanas esperanzas. El tiempo que pasó a su lado no fue, no es, ni sería comparable al que estaría sin ella. Sin duda, lo que le sobraba era el tiempo que pasó con ella.

Vacío. Ignorado. Dependiente. Mutilado.

Venían a su memoria largas temporadas de tristes noches a solas con la única compañía de su botella de whisky, la única que parecía comprender su sufrimiento, que le escuchaba, le hacía sentir mejor, le hacía olvidar. Días enteros tirado en el sofá, en la cama. Largos paseos por la ciudad, cualquiera que fuera el clima, la hora, y el día. Caluroso y soleado, o frío y lluvioso, o indiferente e inerte día gris. Dèjá-vu. Hoy era ese día.

Había intentado huir de su presente escondiéndose en su pasado. No le fue posible, el presente encontró al pasado. El pasado encontró al presente. Sus estúpidas esperanzas por encontrar algún sentido a su vida, algún recuerdo que se superpusiese a sus reveses había sido inútil. Se movía, caminaba, pero estaba anclado.

Varado. Alienado. Perdido.

Alguna vez había buscado su consuelo, su desahogo, en la literatura, pero no supo escoger las obras adecuadas. O sí. Recordó aquella frase de Palahniuk que marcó su existencia desde que leyó, comprendió y asumió cada una de sus letras que la componía. Decía algo así como que “la revolución era ser lo bastante idealista como para creer que puedes cambiar el mundo, y descubrir que lo único que puedes hacer es cambiarte a ti mismo”. El ya sabía que no podía cambiar el mundo, intentó cambiarse a sí mismo y tampoco lo consiguió. Ante esta encrucijada solo había una salida. Una salida hacia la que en ese momento, en ese día gris, paso a paso, se estaba dirigiendo.

Pero quizás era demasiado fácil, sabía que su vida era un lastre con el que no podía ni quería cargar; que sus ambiciones estaban por encima de lo que el mundo podría nunca ofrecerle. Pero era demasiado simple, y sobre todo, no podría sentir la felicidad ni el desasosiego de haber solucionado por fin el problema. Se quedaría sin poder gozar del futuro. El futuro. Pensó en su futuro y tomó la decisión de seguir adelante.






Y hasta ese día vivió...